La semana pasada tuve una conversación con una periodista canadiense sobre la guerra cultural en los campus estadounidenses. Cuando terminamos de hablar de eso, me hizo una última pregunta.
“¿Qué demonios está haciendo Trump con Canadá?”, dijo.
No solo preguntaba por las amenazas arancelarias del presidente Donald Trump. También preguntaba por su obsesión por referirse a Canadá como el estado 51. Los aranceles eran en cierto modo comprensibles, aunque terriblemente equivocados. Al fin y al cabo, son una de sus pocas obsesiones políticas constantes. Le gustan los aranceles quizá incluso más que los muros.
Pero si alguien piensa que el presidente estadounidense no hace más que trolear o bromear con sus constantes referencias a Canadá como el estado 51, le remito el reportaje de mi colega de redacción Matina Stevis-Gridneff, según el cual Trump le dijo al entonces primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, “que no creía que el tratado que delimita la frontera entre los dos países fuera válido y que quería actualizar la frontera”.
Trudeau dijo a los canadienses que Trump quería “ver un colapso total de la economía canadiense, porque así será más fácil anexionarnos”. No es una declaración que un líder mundial haga a la ligera, aunque ese líder mundial se llame Donald Trump.
¿Y por qué no iban a alarmarse los canadienses? Trump ha sido bastante claro con sus intenciones y su razonamiento.
Permítanme citar la reciente conversación de Trump con Laura Ingraham, presentadora de Fox News.
“Este es mi problema con Canadá”, le dijo Trump a Ingraham. “Canadá debería ser el estado 51, porque subvencionamos a Canadá con 200.000 millones de dólares al año”.
Cuando Ingraham, desconcertada, le presionó, diciendo: “Eres más duro con Canadá que con algunos de nuestros mayores adversarios”, Trump respondió con el mismo argumento: “Solo porque se supone que es nuestro estado 51”. Más tarde, dijo: “Uno de los países más desagradables con los que debo tratar es Canadá”.
¿Qué le respondí a mi nueva amiga canadiense? “Canadá es la Ucrania de Donald Trump”.
Al parecer, Trump está de acuerdo. El viernes hizo la comparación de forma explícita. Mientras hablaba con la prensa en el Despacho Oval, volvió a pedir que Canadá se convirtiera en el estado 51 y, a continuación, comparó la posición negociadora de Canadá con la de Ucrania. “La expresión que utilizo es: ‘Algunos no tienen las cartas’”, dijo. “Utilicé la expresión hace una semana y media”, refiriéndose a su infame intercambio con el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, cuando dijo a Zelenski: “No estás en una buena posición. Ahora mismo no tienes las cartas”.
Con esto no quiero decir que Trump se esté preparando para invadir o utilizar la fuerza contra Canadá. Pero sí pretende dominar Canadá, convertirlo en poco más que un vasallo de Estados Unidos, haciéndolo solo nominalmente independiente. De hecho, no se puede comprender plenamente el enfoque de Trump sobre Ucrania sin entender su opinión sobre Canadá (o México o Groenlandia o Panamá), y viceversa.
De palabra y de obra, Trump trata a Vladimir Putin y a Xi Jinping como sus verdaderos iguales. Nuestros aliados, por el contrario, son nuestros subordinados. Es como si Putin, Xi y Trump fueran señores feudales y cada uno tuviera derecho a su propio dominio feudal.
Es fácil olvidar que la abierta hostilidad de Trump hacia Ucrania no es la historia completa de su respuesta a la invasión rusa. El día después de que Putin señalara su intención de atacar y mientras el ejército ruso se concentraba en la frontera de Ucrania, Trump le dijo a un par de locutores de radio conservadores: “Esto es una genialidad”.
En la misma entrevista, incluso declaró su admiración por la treta de Putin de declarar la independencia de las regiones orientales de Ucrania. “Es un tipo que dice: ‘Voy a declarar independiente una gran parte de Ucrania’”, dijo Trump. “Utilizó la palabra ‘independiente’ y ‘vamos a salir y vamos a entrar y vamos a ayudar a mantener la paz’. Hay que decir que eso es bastante inteligente”.
Es un error pensar que Trump es un estudioso de la historia, pero aprende y observa atentamente a los hombres que considera sus iguales (y todos son hombres). Como resultado, su segundo mandato ya es sustancialmente diferente del primero. En su primer mandato tuvo algunas ideas, pero gran parte de su política exterior e interior parecía estar más arraigada en el impulso que en la ideología. Los miembros de su equipo directivo se resistieron a menudo a esos impulsos, a veces hasta el punto de discrepar públicamente y presentar dimisiones.
El primer secretario de Defensa de Trump, Jim Mattis, dimitió en protesta contra sus políticas, por ejemplo, y su segundo secretario de Defensa rompió abiertamente con Trump cuando propuso enviar soldados en servicio activo a vigilar las calles estadounidenses en 2020. Es difícil imaginar a Pete Hegseth teniendo opiniones distintas a las de su jefe.
Los años de Biden transformaron tanto a Trump como a su movimiento. Trump sigue teniendo sus impulsos, pero está rodeado de gente con planes, y ahora podemos ver un plan mucho más coherente en funcionamiento.
En el ámbito nacional, su gobierno está intentando revolucionar el orden constitucional, colocando al presidente a la cabeza del gobierno estadounidense y subordinando los poderes legislativo y judicial a sus deseos y caprichos y otorgándose un poder sin control, incluido —más recientemente— el poder de detener a personas en las calles estadounidenses y enviarlas a cárceles de El Salvador sin el debido proceso.
En materia de economía, Trump ha elogiado la Edad Dorada. Justo después de su toma de posesión, dijo: “Fuimos más ricos de 1870 a 1913. Fue cuando éramos un país arancelario”.
En política exterior, sus acciones ya no parecen tan aislacionistas sino más bien como un renacimiento del Destino Manifiesto, la creencia de que Dios había destinado a Estados Unidos a extenderse por el territorio continental estadounidense y el resto de Norteamérica, y de la Doctrina Monroe, una declaración a las potencias europeas de que Estados Unidos era la potencia dominante en el hemisferio occidental.
Esta es una de las razones por las que el gobierno de Trump se niega a culpar a Rusia de iniciar la guerra. En esta formulación, las afirmaciones de independencia real por parte de los países vecinos se consideran una amenaza aunque no ofrezcan un desafío militar. Son una amenaza al deseo de la gran potencia de extender su dominio. En esta formulación, tanto Zelenski como Trudeau cometieron el mismo pecado: se negaron a someterse cuando el señor feudal tenía derecho a su servilismo.
El movimiento MAGA está haciendo retroceder a Estados Unidos al siglo XIX en varios frentes, pero conviene recordar que fue un siglo en el que invadimos Canadá durante la Guerra de 1812 y amenazamos con volver a la guerra por la frontera con el Territorio de Oregón en la década de 1840. El eslogan “54-40 o lucha” (la frontera norte del territorio de Oregón estaba a 54 grados 40 minutos de latitud) se asoció estrechamente con el gobierno de Polk, una de las presidencias más militaristas y expansionistas de la historia de Estados Unidos.
Los canadienses recuerdan bien esta historia. Debo confesar que fue una experiencia impactante visitar el Museo Naval Canadiense de Halifax, Nueva Escocia, hace varios años y ver exposiciones que celebraban las victorias sobre las fuerzas estadounidenses en la Guerra de 1812. La exitosa defensa de Canadá contra la agresión estadounidense contribuyó a establecer la identidad nacional canadiense.
El patrón es inconfundible. Trump ha cuestionado nuestros compromisos de defensa con Japón, una nación aliada ubicada a solo unas horas de China, y Taiwán contiene la respiración cuando ha acusado a la nación de robar a la industria estadounidense de semiconductores. Amenazó con imponer aranceles paralizantes a Taiwán hasta que el fabricante taiwanés de semiconductores TSMC accediera a construir plantas de fabricación en Arizona.
Hay un viejo término en política exterior para este nuevo enfoque de Trump: esferas de influencia. Según esta teoría de las relaciones exteriores, cada gran potencia tiene su propia zona de dominio. Piensa, por ejemplo, en el Pacto de Varsovia en la Guerra Fría. Los países del pacto eran nominalmente independientes, pero si ejercían una verdadera voluntad independiente, pronto verían tanques soviéticos en sus calles.
O piensa en las esferas rivales de influencia imperial en el siglo XIX. La Francia imperial, Rusia, el Reino Unido y Alemania chocaban constantemente entre sí.
Estados Unidos no ha sido inmune al deseo de dominar. Ya me he referido a conflictos pasados con Canadá, y la historia de América Latina está plagada de intervenciones armadas estadounidenses.
El problema de las esferas de influencia es que son inherentemente inestables. Las naciones más pequeñas se irritan ante la dominación. Las naciones más grandes no se ponen de acuerdo sobre los límites de sus zonas de influencia. Como resultado, un planteamiento que teóricamente separa a las grandes potencias en realidad las hace chocar porque despliegan la violencia para determinar la extensión total de su alcance.
En la práctica, las esferas de influencia no están separadas. Son más bien como un diagrama de Venn, con regiones superpuestas y, a menudo, en esas regiones es donde comienzan las guerras.
La injusticia y la inestabilidad inherentes a las esferas de influencia (véase agosto de 1914 y septiembre de 1939) son una de las razones por las que la alianza occidental optó por la cooperación voluntaria como modelo competitivo. Estados Unidos es la nación más poderosa de la alianza occidental, pero ejerce una influencia desproporcionada, sin los niveles de control soviéticos.
Como resultado, hace ocho décadas que las grandes potencias no entran en guerra. Además, el libre comercio y la cooperación mutua han contribuido a elevar a las naciones de la alianza occidental y a nuestros aliados asiáticos a niveles extraordinarios de prosperidad.
No soy la única persona que ve similitudes entre Canadá y Ucrania. Will Saletan, de The Bulwark, escribió un excelente artículo la semana pasada en el que señalaba las notables similitudes entre la retórica de Trump sobre Canadá y la retórica de Putin sobre Ucrania. Pero es necesario que más gente reconozca los patrones.
El movimiento MAGA tiene ideas reales, y esas ideas perdurarán más que los impulsos de Trump cuando finalmente abandone la escena política. Esas ideas ya se han probado, y han resultado deficientes.
Ya sabemos lo que ocurre cuando las grandes potencias se sienten con derecho a sus zonas de control y los fuertes intentan dominar a los débiles.