Andrii Pobihai usó su uniforme militar en el funeral de Bucha, aunque está retirado. Fue una de las cerca de 40 personas que el miércoles desafiaron las gélidas temperaturas y las sirenas antiaéreas para despedirse de su amigo, que había muerto de un ataque al corazón a los 48 años, tras servir más de 10 años en el ejército.
Pobihai, que sostenía un clavel rojo en su curtida mano, dijo que le repugnaba lo que el presidente Donald Trump había dicho solo unas horas antes: que esta guerra con Rusia era de alguna manera culpa de Ucrania. Se preguntaba qué presagiaban esos comentarios, tras un día de negociaciones para poner fin a la guerra en las que participaron representantes de alto nivel de Estados Unidos y Rusia, pero ninguno del país que los rusos invadieron.
“Estoy muy, muy molesto”, dijo Pobihai, de 66 años, quien se retiró como comandante de la compañía de fusiles del Batallón Separado de Infantería Motorizada 11 en el 2019, tres años antes de que Rusia iniciara su invasión a gran escala. Había dirigido a 54 hombres cerca de Mariúpol, pero desde entonces, afirmó, los rusos han matado a todos esos soldados ucranianos, el último apenas cuatro días antes.
“Están muriendo los mejores”, dijo Pobihai. “¿Cómo se puede hablar con estos chacales?”.
Bucha, un suburbio de 37.000 habitantes situado a unos 32 kilómetros al noroeste de la capital, Kiev, se ha convertido en un símbolo infame de la brutalidad rusa. Los rusos la tomaron a los pocos días de comenzar la invasión, en febrero de 2022, y en el mes siguiente mataron a más de 400 civiles, según las autoridades ucranianas, lo que dio lugar a acusaciones mundiales de crímenes de guerra.
Las imágenes de aquel momento se difundieron por todo el mundo: el sacerdote muerto en un garaje, con la boca abierta. El cantante del coro de la iglesia y su familia, con los miembros amputados y los cuerpos quemados. La mujer asesinada a tiros mientras empujaba su bicicleta a casa en la calle Yablunska.
El miércoles, muchos en Bucha parecían tener problemas para asimilar los comentarios de Trump. Cuando el gobierno de Joe Biden estaba en el poder, Estados Unidos era el aliado más poderoso de Ucrania. Ahora se hacían muchas preguntas: ¿Hablaba Trump de manera improvisada? ¿Estaba Estados Unidos realmente del lado de Rusia, un paria en la escena mundial?
“¿Ahora va a ayudar a los rusos?”, preguntó Alla Kriuchkova, de 40 años, mientras esperaba a su esposo, que acababa de ser llamado a filas, en un centro de reclutamiento militar de Bucha. “Destruyeron todo aquí, ¿y ahora se supone que debemos rendirnos? ¿Cómo funciona eso?“
Luego respondió a su propia pregunta: “Si Estados Unidos nos abandona, estamos acabados”.
Los recuerdos de la masacre siguen estando por todas partes en Bucha. En el cementerio municipal de Bucha, en Memory Street, el cuerpo de Oleksii Onyshchenko, amigo de Pobihai, descansaba a unos 45 metros de donde antes se apilaban decenas de cadáveres en bolsas de plástico negras.
En la esquina de las calles Yablunska y Vokzalna —la zona cero de la destrucción en Bucha—, Iryna Abramova vive en una casa nueva construida para sustituir a la que se quemó hace casi tres años. Cada vez que Abramova sale a trabajar, tiene que pasar por delante del lugar donde los soldados rusos le dispararon a quemarropa a su esposo, Oleh, frente a ella.
También está el edificio rosa de cuatro pisos construido en la época soviética, donde los soldados rusos acamparon tras la invasión. Tras la liberación de Bucha en abril de 2022, se encontró en el edificio basura hasta la altura de las rodillas. En el suelo se había secado una mancha de sangre.
Ahora un hombre con gafas de cristales gruesos trabajaba en una computadora en la ventana delantera. Detrás del edificio, ocho pinos jóvenes estaban etiquetados con los nombres de los hombres que murieron allí a tiros en los primeros días de la guerra. “Anatolii”, decía uno. “Andriy”, se leía en otro. Algunos árboles aún tenían adornos navideños, espumillón azul y amarillo de la bandera ucraniana, bolas rojas y verdes.
Abramova, de 50 años, quien ahora trabaja en una tintorería, dijo que había probado sin éxito la terapia y la medicación. Dijo que los investigadores le habían comunicado recientemente que habían identificado a los rusos que habían matado a su marido.
“Ahora tengo miedo de que el tribunal no haga nada, por lo que está ocurriendo políticamente”, dijo Abramova. “Dirán que los rusos están bien. Lo que más temo es que digan que nosotros mismos somos culpables. Que somos culpables de matarnos”.
El reverendo Andriy Halavin, sacerdote ortodoxo de la Iglesia de San Andrés, la mayor iglesia de Bucha, lleva consigo los recuerdos de su ciudad, deslizando fotos en su teléfono.
Hay una de un sonriente Myron Zvarychuk, el sacerdote que fundó su comunidad eclesiástica en la década de 1990, y luego otra de él muerto. Otras fotos muestran los cuerpos calcinados del cantante y de varios hombres, encorvados, con las manos atadas, encontrados muertos a tiros en el sótano de un campamento infantil. Otra más muestra los cuerpos de los ocho hombres conmemorados en los árboles cercanos al antiguo campamento ruso. (Un noveno escapó con vida, porque los rusos no se dieron cuenta de que aún respiraba).
Halavin también mostró una nueva viñeta satírica de un artista ucraniano que representa a Trump señalando a los pies de Jesús en la cruz. “Intenté encontrar una imagen muy reveladora”, dijo Halavin, con una sonrisa irónica en el rostro. “Es Trump diciéndole a Jesús: ‘Esto no habría ocurrido si yo fuera presidente’”.
Un monumento en el exterior de la iglesia identificaba a quienes habían sido asesinados —desde Timur Kozyrev, de solo 18 meses, hasta Iryna Rudenko, asesinada 18 días antes de que cumpliera 99 años— a escasos metros de donde una vez hubo una fosa común con 116 cadáveres.
El reverendo Halavin señaló una casa roja un poco más allá, donde solían vivir una madre y sus dos hijos pequeños. Habían huido de Donbás, en el este, en 2014, poco después de que los rusos se apoderaran de Crimea y los separatistas apoyados por Rusia ocuparan partes del este de Ucrania.
“Se mudaron aquí para escapar y luego los mataron”, dijo.
En el cementerio municipal de Bucha, 52 tumbas estaban marcadas solo con números, como 230 y 318. Estos cuerpos no han sido identificados.
En la sección militar del cementerio, las banderas ucranianas ondeaban sobre todas las lápidas. Una de ellas proclamaba: “Los esclavos no pueden entrar en el cielo”. Otra llevaba la foto de un sargento con el nombre en clave Erizo; fue herido de gravedad en Bajmut y murió en un hospital de Kiev el 12 de junio. “Dolor infinito”, decía el epitafio. “No estás aquí, pero estás en todas partes, para siempre con nosotros”.
Otros soldados de Bucha tenían nombres en clave como Vikingo, Amante e incluso Bucha, quien murió el 13 de abril combatiendo en el este.
Onyshchenko, el soldado que iba a ser sepultado el miércoles, había colapsado el sábado en su puesto de Mykolaiv. Un ataque al corazón, dijeron sus familiares y amigos. Pobihai dijo que habían servido juntos en el Batallón 11 en Mariúpol y Popasna en 2014 y 2015. Los rusos controlan ahora ambas zonas.
“Si no somos nosotros, ¿entonces quién?” había preguntado Onyshchenko tras alistarse, según un obituario publicado en Facebook por el alcalde de Bucha.
Tras depositar el féretro de Onyshchenko en una tumba recién cavada, Pobihai paseó por el cementerio militar, mirando las lápidas. Concluyó que había muchas posibilidades de que Trump acabara cambiando de opinión.
“Cuando Rusia capture Ucrania y movilice a los mejores combatientes ucranianos hacia el ejército ruso, entonces irá contra la OTAN y Europa, quizá entonces en ese momento”, dijo encogiéndose de hombros.
Oleksandr Chubko colaboró con reportería.